El Duomo de Florencia

Crónica de Viaje
Por: Faidiver Durango Durango

Pensar que iba a conocer la ciudad de las luces, y no me refiero a París, sino a Florencia, Italia, la ciudad donde el “Siglo de las Luces” explotó en conocimiento y arte, me hacía sentir algo irreal, como si me fuese a encontrar con vivencias mitológicas que solo estaban en mi mente, fruto de la lectura y pasión por esos años del Renacimiento. Pensaba en cómo sería mi encuentro con el Duomo de Brunelleschi o con el David de Michelangelo; era una dulce ansiedad que ya me había situado en la ciudad eterna, en la estación Roma Termini, donde un tren aguardaba por mí en mi última travesía hacia mi cita pactada con la vida.

Poco a poco, el rápido tren inició su marcha, y Roma, con su imperio, iba quedando atrás. En muy corto tiempo, me adentraba a la Campiña de la Toscana, donde delicadas colinas y suaves praderas se confunden con poblados diminutos. Allí se mezclan antiguas abadías y antiquísimos prioratos que me llevaban poco a poco a ser parte de esa Edad Media que se quedó anquilosada en sus viejas ruinas. Geranios se ven adornando vetustas paredes medievales, rincones inmortales, quizás olvidados por la premura y la velocidad del viaje, y que van creando la necesidad imperiosa de volver con paso lento a recoger recuerdos e historias con sabor a vino y a trufa, en verdes y ondulados campos cubiertos de la vid jugosa, en parches impregnados de tonos verdes y amarillos, en mares de girasoles, de olivos irreverentes, con una cálida bruma que te hace iniciar un suspiro.

Sin sentir que el tiempo estaba entrando a Florencia, me palpitaba el corazón, la respiración era más acelerada, mis ojos altivos y en alerta para ver el Duomo a lo lejos. Pero no, aún el destino no daba respuesta al encuentro. Había llegado a la Terminal de Firenze; mi hospedaje estaba cerca. Sería en una edificación que data del año 1300 con innumerables modificaciones, pero con la fama de que dormiría cobijado por cientos de años.

Mis primeros pasos en Florencia me permitieron atravesar la Piazza di Santa María Novella con la imponencia de su basílica gótica y su mármol verde y blanco de estilo renacentista. Alrededor, pequeños edificios entrelazados con líneas que desvirtúan la perspectiva. Esa primera ruta me acercaba al río Arno, cómplice del Ponte Vecchio, el puente medieval más famoso de Florencia, donde transcurría la vida comercial en la Edad Media, saturado de carniceros y expulsados después para darle la bienvenida a los orfebres que desde el inicio del Renacimiento hasta hoy continúan con su actividad económica. Por su corredor Varsoviano, Cosimo I de Medici lo atravesaba desde el Palazzo Pitti hasta el Palazzo Vecchio. Me detuve en la mitad del Puente a la Carraia; al fondo estaba el Ponte Vecchio esperando que lo atravesara. No era solo leer la historia; había que estar ahí para sentir y poder describir su belleza y su particular magia.

Había llegado muy pronto a donde pernoctaría, un edificio achacoso y senil en una vejez perpetua, con unas escaleras no formales de peldaños arrogantes en su forma, pero que cumplían su imperiosa función. Descargué mi equipaje, descubrí mi palacete minúsculo, pero terriblemente bello como todo en Florencia. Tomé aire y me preparé para ir tras mi cita, ese encuentro soñado con el Duomo. Salí y me encontré con estrechas callejuelas que me dejaban sin aliento; cada punto fijo era perfecto, sublime, con la romántica luz del ocaso. Firenze y su magnificencia se reflejaban en cada lugar; en cada paso que daba, era un recorrer de historias de personajes que dieron a su nombre la importancia que la humanidad enaltece. Su florecer en el arte y en el conocimiento me daba la sensación de que al voltear una esquina pudiera identificar a Leonardo Da Vinci, impoluto en sus ideas e inventos; muy seguramente, por donde caminé, él transcurrió con su larga barba y su cabello blanco, como la historia no lo ha presentado.

Me imagino como habitante de esa época, caminando por las calles de Florencia y saludando a Miguel Ángel Buonarroti, quizás conversando con Donatello, discutiendo si realmente el fin justifica los medios con Maquiavelo, mucho antes analizando la Divina Comedia con Dante Alighieri, en una tertulia con Rafael, con Vasari, con Giotto, o quizás persiguiendo a Filippo Brunelleschi para entender cómo construyó el Duomo.

Estar en Florencia es entender que dormirás en el mayor museo del pensamiento creativo de la humanidad. Es comprender el momento exacto donde el hombre dejó de pensar en la teología que dominaba la Edad Media, en ese oscurantismo cristiano de los monasterios, y descubrir la belleza del género humano en su desnudez, en su perfección. Aquí, Dios y el hombre se enfrentan con teorías creadas por el mismo hombre, pero esa lucha la gana inicialmente la Santa Inquisición ante la abjuración de Galileo Galilei, que pese a su humillación, nos deja la herencia de la verdad comprobable y lo hace ganador de esa batalla 359 años después, cuando Juan Pablo II pide perdón por la condena injusta de Galileo por afirmar que la tierra giraba alrededor del sol. Por tanto, en mi camino a mi encuentro, recordaba su famosa frase “Y sin embargo, se mueve”.

Y así como el universo se movía en la mente de Galileo, mi espíritu viajaba en todas las direcciones. Estaba a metros del museo de la Academia, donde está el David de Miguel Ángel con sus formas perfectas, con la exactitud y precisión del cincel donde, absorto, imagino cómo hizo Miguel Ángel para tallar el mármol debajo de la piel de su David y encontrar sus venas, músculos y tendones que nos dejan perplejos ante tanta perfección.

La noche me arropaba con sutiles lámparas de calles que inspiran poemas bucólicos, con versos de ventanas, con portones que riman con cada color de sus envejecidas fachadas. Hasta llegar a una esquina que me permitía ver una pared de rasgos verdes y blancos. La identifiqué perfectamente como si la conociera de siempre. Aceleré mi paso, miraba hacia arriba, pero los edificios escalados por balcones no me dejaban ver. Sabía que había llegado el momento; estaba a unos metros de una esquina con un farol como testigo que iluminaría mi encuentro. Seguí apresurado y, alcanzando el farol, mis ojos se elevaron, y ahí estaba, resignado a mi contemplación.

Ante mí tenía El Duomo, el mayor hito de la ingeniería actual, para mí el más grande suceso de la arquitectura renacentista: el milagro de Filippo Brunelleschi, una idea de ladrillo y mortero, una respuesta a un mundo viejo que indicaba que El Renacimiento había llegado. Ya no eran fotos en una enciclopedia, ni videos de documentales, ni cuentos, ni leyendas. Ahí estaba, adornando la catedral de Santa María del Fiore. Fui acercándome y tímidamente toqué sus muros; me impregné de los sueños que se cumplen cuando viajamos y dejamos que los sentidos despierten ante la tranquilidad de la belleza.

Perplejo, enmudecido, con lágrimas rodando y contemplando más de 4 millones de ladrillos y un peso de 40 mil toneladas, entendí que la vida me premiaba con ver una de las obras más perfectas, símbolo de una era, fruto de la creatividad y quizás de la mágica relación Dios-Hombre en la tierra.

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